viernes, 22 de mayo de 2009

Paso 7. Humildemente le pedimos a Dios que nos librase de nuestros defectos



Adaptado del texto original de Alcohólicos Anónimos


Como este paso se ocupa de la humildad específicamente, debemos detenernos aquí para considerar lo que es la humildad y lo que practicarla puede significar para nosotros.
El logro de un mayor grado de humildad es ciertamente la base fundamental de cada uno de los Doce Pasos de la Comunidad Amor (en adelante C.A.), porque sin cierto grado de humildad ningún miembro de C.A. podrá conservarse equilibrado. Casi todos los miembro de C.A. se han dado cuenta también de que a menos que desarrollen esta preciada cualidad más allá de lo que es indispensable para estar serenos, todavía no tendrán la oportunidad de llegar a ser verdaderamente felices. Sin ella su vida no tiene un fin útil o en la adversidad no podrán invocar la fe que es necesaria para afrontar ciertas emergencias.


La humildad como palabra y como ideal sufre muchos contratiempos en nuestro mundo. No solamente no se comprende la idea; la palabra misma no es del agrado de muchos. La mayoría de las gentes no tienen ni siquiera un conocimiento superficial de lo que la humildad significa en la manera de vivir. En muchas de las conversaciones que escuchamos a diario y en mucho de lo que leemos resalta el orgullo que siente el hombre por sus hazañas.


Con su gran inteligencia, los científicos le han estado arrancando sus secretos a la naturaleza. Los inmensos recursos que en la actualidad están siendo domados prometen tal cantidad de beneficios materiales, que muchos han llegado a creer que tenemos por delante un milenio forjado por el hombre. Desaparecerá la miseria y habrá tal abundancia que todos tendrán seguridad y todas las satisfacciones que ambicionen. La teoría parece basarse en que una vez satisfecho los instintos primitivos de todos los seres humanos, no habrá motivo para pelearse. El mundo será feliz entonces y libre para concentrarse en el engrandecimiento de la cultura y el cultivo de la personalidad. Los hombres habrán labrado su destino bastándose con su inteligencia y sus fuerzas.


Seguramente que ninguna persona, y menos aún uno que sea miembro de C.A., menosprecia los logros de orden material. No discutimos con muchos que todavía se aferran a la creencia de que la satisfacción de nuestros deseos naturales es el objetivo principal de la vida. Pero estamos seguros de que no hay en el mundo ninguna persona que haya tenido resultados tan desastrosos en la aplicación de esa fórmula como nosotros los egoicos. Durante muchos años hemos estado exigiendo más de lo que nos corresponde de seguridad, prestigio, y aventura. Cuando parecía que estábamos teniendo éxito soñábamos con grandezas. Cuando nos desengañábamos, aunque fuera parcialmente, buscábamos un escape para olvidar. ¡Nunca nos saciábamos!. Lo que malograba todos nuestros esfuerzos, aún los bien intencionados, era la falta de humildad. Nos había hecho falta la perspectiva necesaria para ver que la formación de la personalidad y los valores espirituales están en primer término y que las satisfacciones de orden material no son un objetivo primordial de la vida. Muy característicamente, nos habíamos desviado completamente al confundir los medios con los fines. En vez de considerar la satisfacción de nuestros deseos materiales como medios para existir y funcionar como seres humanos, habíamos considerado estas satisfacciones como un objetivo final en la vida.


Ciertamente, muchos pensábamos que cierta forma de conducta era obviamente necesaria para conseguir la satisfacción de nuestros deseos. Con un despliegue adecuado de honradez y moralidad, nos sería fácil conseguir lo que deseábamos en realidad. Pero cuando teníamos que escoger entre nuestro carácter y nuestra comodidad, hacíamos a un lado lo concerniente al desarrollo de nuestro carácter y nos embarcábamos en la búsqueda de lo que creímos era la felicidad. Pocas veces le dimos importancia al hecho en sí, de mejorar nuestro carácter sin importarnos que nuestras necesidades instintivas fueran satisfechas o no. Nunca procuramos que la base de nuestras vidas cotidianas fueran la honradez, la tolerancia, y el amor genuino a nuestros semejantes y a Dios.


Esta falta de arraigo a cualquiera de los valores permanentes, esta ceguera que nos impedía ver la verdadera finalidad de nuestras vidas, producían otro mal resultado. Porque mientras estuviéramos convencidos de que podíamos vivir exclusivamente a base de nuestra inteligencia y de nuestras fuerzas individuales, sería imposible tener una fe operante en un Poder Superior. Esto era cierto hasta cuando creímos en la existencia de Dios. En realidad podíamos tener creencias religiosas fervorosas, pero resultaban estériles porque todavía la estábamos haciendo de Dios. Mientras poníamos en primer lugar la confianza en nosotros mismos como seres separados, no era posible tener confianza genuina en un Poder Superior. Faltaba uno de los ingredientes básicos de la humildad: el deseo de hacer la Voluntad de Dios dentro de nosotros.


Para nosotros fue increíblemente doloroso el proceso de ganar una perspectiva nueva. Solamente a costa de repetidas humillaciones, nos vimos forzados a aprender algo acerca de la humildad. No fue sino hasta el final de un sendero largo, lleno de derrotas y humillaciones, y después del aniquilamiento de nuestra autosuficiencia cuando empezamos a sentir la humildad como realmente es y no como un estado de humillación servil. A cada miembro de C.A., se le dice, y pronto se da cuenta por sí mismo, que ésta admisión humilde de impotencia ante nuestras emociones es el primer paso hacia la liberación de ese yugo paralizador.


Así por necesidad es como nos enfrentamos a la humildad por primera vez. Pero esto es apenas el principio. Para alejarnos por completo de nuestra aversión a la idea de ser humildes, para poder considerar a la humildad como algo deseable en sí, la mayoría de nosotros necesitará mucho tiempo. No puede cambiarse de repente el rumbo de toda una vida que ha girado siempre alrededor de uno mismo. Al principio la rebeldía obstaculiza todos nuestros pasos. Cuando al fin hemos admitido sin reservas nuestra impotencia frente a nuestras emociones, tal vez suspiremos con alivio y exclamemos “Gracias a Dios que ya pasó todo, ya no tendré que volver a pasar por lo mismo”. Entonces nos enteramos, a veces con cierta alarma, de que esto es solamente el principio del camino que estamos corriendo.


Todavía espoleados por la necesidad abordamos renuentemente aquellos defectos graves de carácter que nos convirtieron en “personas problema”, los que habrá que atacar para evitar regresar a la situación anterior. Queremos librarnos de algunos de estos defectos, pero en algunos casos parecerá una tarea insuperable ante la que retrocedemos. Nos aferramos con una insistencia apasionada a otros defectos que perturban nuestro equilibrio porque todavía gozamos con ellos. ¿Cómo podremos hacer acopio de la resolución necesaria para librarnos de esos deseos y compulsiones tan abrumadoras?


Otra vez somos impulsados por la conclusión ineludible, a la que hemos llegado por la experiencia de C.A.., de que tenemos que esforzarnos con buena voluntad o caeremos en el camino por donde vamos. En esta etapa de nuestro progreso estamos fuertemente presionados y restringidos en nuestros esfuerzos para obrar como es debido. Estamos obligados a escoger entre el dolor que produce tratar de hacerlo y el castigo que resulta si no lo hacemos. Estos pasos iniciales los damos a regañadientes, pero los damos. Tal vez todavía no tengamos una opinión halagadora de lo que la humildad significa como una virtud personal deseable, pero reconocemos que es una ayuda necesaria para nuestra supervivencia.


Cuando hemos mirado de frente algunos de nuestros defectos y los hemos discutido con otra persona y cuando hemos estado dispuestos a que nos librasen de ellos, nuestra manera de pensar sobre la humildad empieza a tener un significado más amplio. Lo más probable es que para entonces ya hayamos logrado librarnos en cierto grado de los más devastadores de nuestros obstáculos. Ya gozamos de momentos en los que hay algo que se parece a la tranquilidad del espíritu. Esta recién descubierta tranquilidad es un regalo inapreciable para nosotros que hasta entonces solamente habíamos sabido de agitación, depresión y ansiedad. Se ha ganado algo más. En tanto que antes se había menospreciado la humildad, ahora se le empieza a considerar como un ingrediente muy importante para poder disfrutar de la serenidad.


Esta percepción más desarrollada de la humildad pone en marcha otro cambio revolucionario de nuestro punto de vista. Empezamos a abrir los ojos a los valores inmensos que ahora podemos percibir porque el ego se ha desinflado. Hasta ahora, nuestras vidas estaban dedicadas en gran parte a huir del dolor y de los problemas. Huimos de ellos como de la peste. Nunca quisimos tener nada que ver con el sufrimiento. La fuga, por cualquier conducto, era nuestra solución. El desarrollo del carácter a través del sufrimiento podría estar bien para los santos, pero a nosotros no nos atraía la idea.


Entonces en C.A.., miramos a nuestro alrededor y escuchamos. Por todas partes vimos fracasos y desgracias transformadas por la humildad en bienes inestimables. Escuchamos narraciones de cómo la humildad había sacado fuerzas de la debilidad. En cada caso el comienzo de una vida nueva había sido pagado con dolor. Pero a cambio de ese pago se había recibido más de lo que se esperaba. Adquirimos una dosis de humildad y pronto descubrimos que además curaba el dolor. Empezamos a temerle menos al dolor y a desear tener humildad más que nunca.


Durante el proceso de aprender más acerca de la humildad, el resultado más significativo que obtuvimos fue el cambio de nuestra actitud hacia Dios. Y esto fue así para los creyentes y para los que no lo eran. Empezamos a superar la idea que teníamos de que el Poder Superior era algo remoto a lo que solamente se acude en casos de emergencia. Se empezó a desvanecer la idea de que podíamos seguir viviendo “nuestras propias vidas” ayudados por Dios de vez en cuando. Muchos de nosotros que habíamos creído que éramos devotos, despertamos a la realidad de nuestra situación limitada en ese sentido. Nos habíamos privado de la ayuda de Dios al negarnos a ponerlo en primer lugar. Entonces, las palabras “Yo solo, no soy nada, el Padre dispone” empezaron a tener significado y hacernos entrever promesas brillantes.


Nos dimos cuenta de que no era necesario estar siempre apaleados y abatidos por la humildad. Podríamos alcanzarla tanto con nuestra buena voluntad de seguirla, como con el sufrimiento que no espera recompensa. Fue un momento decisivo en nuestras vidas aquel en que empezamos a procurar humildad, no como algo que teníamos que tener, sino como algo que realmente deseábamos tener. En ese momento empezamos a darnos cuenta de todo lo que el Séptimo Paso encierra: “humildemente le pedimos a Dios que nos librase de nuestros defectos”.


Al acercarnos a lo que en realidad es dar el Séptimo Paso, estaría bien que, los que somos miembros de C.A. averiguáramos cuáles son exactamente nuestros objetivos más hondos. Cada uno de nosotros quisiera vivir en paz consigo mismo y con los demás. Quisiéramos estar seguros de que la Gracia de Dios puede hacer con nosotros lo que no podemos hacer solos. Hemos visto que los defectos basados en deseos indignos o miopes son los obstáculos que estorban nuestro camino a esos objetivos. Ahora vemos claramente que hemos tenido exigencias irrazonables para con nosotros, para los demás y para Dios.


El principal causante de los defectos ha sido ese miedo que está en nosotros - miedo principalmente de perder algo que ya teníamos o de no obtener algo que exigíamos-. Viviendo con base en exigencias no satisfechas, estábamos en un continuo estado de perturbación y frustración. Por consiguiente era indispensable, si queríamos disfrutar algún grado de tranquilidad, reducir nuestras exigencias. Cualquiera sabe la diferencia que hay entre una exigencia y una petición. Es el Séptimo Paso donde al cambiar nuestra actitud podemos, con la humildad como guía, salir de nosotros para ir a los demás y a Dios.


A través de todo el Séptimo Paso se hace hincapié en la humildad. En realidad se nos dice que debemos estar dispuestos a tratar de librarnos de nuestros defectos a través de la humildad, en la misma forma en que admitimos que éramos impotentes con las emociones y que llegamos al convencimiento de que sólo un Poder Superior podría devolvernos el buen juicio. Si ese grado de humildad nos ha podido ayudar a encontrar la gracia por la que haya sido posible desterrar las emociones negativas, entonces debe haber esperanzas de obtener el mismo resultado en lo que respecta a cualquier otro problema que pudiéramos tener.